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LA ALDEA FUE...


a aldea fue, antes de la invasión de la rueda y de sus artilugios mecánicos, uno, como cauce de río entre las casas quietas. La piedra irregular atada a la calle, le daba cauce fluvial, casi música de agua. La afluencia del campo seguía, de las altamizas circundantes, a la terca voluntad de la hierba entre los intersticios de las lajas mal atadas. Sus ruidos eran familiares, conocidos, leales. El lento y asonantado de las recuas, el veloz y chispeante de los caballos, el silbido de quienes no sabían que hacerlo era pecar contra los buenos modales. A veces, el ladrido simultáneo de los perros; en otras caía el metálico de las campanas. Quien veta de la ventana la calle vacía podía ver y oler el lento y largo paso de las vacas que venían al ordeño. La calle era como la vida, lenta, quieta y gris.

Lo que ha cambiado en las aldeas de Caldas es la piel y el sonido. Hemos abolido la piedra unida al piso y hemos regado el sonido por las casas, como un huésped más, casi indeseable. Ya no el de las acémilas, sino el de los vehículos; ya por el de las canciones infantiles, y el silbido que es como la música de cada quien sino el sonido electrónico que va de casa en casa. No cruzan las vacas por la aldea; ahora cruzan los camperos. Cuando cae la única torre de la única iglesia las grandes monedas que acuña la campana nadie las oye. Y en el principio de la noche, donde ya no están los tiples, la calle aldeana se llena con la música repetida, enlazada a una canción vulgar. A veces suena, como en el pasado, el ruido seco de un disparo. Alguien mata y muere en la noche.

No hay, como la canta Neruda y como lo olimos los niños de entonces el olor de almacén que paseaba por las calles. La ~; paja dorada del trigo y la avena protegía las mercancías que llegaban en cajas blancas de tablas de pino. Había veces, en la aldea, en que todos los olores amables cantaban en la atmósfera. El del pino y el anís, el que la lluvia levanta del polvo el aroma que venía de las huertas agitadas por el viento y el mismo acre, que se hacía amable por la costumbre, del sudor de los caballos. No huele ahora la madera de los lápices como antaño; ni sale de las tienditas, intercaladas entre las casas aquellos nobles alientos de los bananos que maduran, ahorcados de amarillo y miel. No se siente el olor espeso del sirope ni viene, en el humo de las cocinas, la vasta selva que fuera un día, ni el hálito de la fritura, ni el buen olor del agua de Florida de Lauman y Kemp que vestían las muchachas. Olores y colores y sonidos, como en el poema de Baudelaire, que confunden en una sola presencia invisible.

Dénme, de nuevo, la plaza pública que servía de mercado y en la mañana de un sábado antiguo. Dénme sus toldas de tela gruesa, llena de tantas cosas útiles, buenas, bellas. Que alguien levante, de nuevo, la vara erecta del maguey con su cara de estrellas dulces; que la panela llene con su olor redondo una esquina; que venga de las tiendas vecinas el olor del aguardiente; que el silencio esté, inesperado y fresco, a las doce del día. Yo estaré con los ojos atentos en una de las ' - ventas. En la de las baratijas que enlazan pañuelos de color a bolas de cristal, perfumes honestos a peines de carey. Quiero ver, de nuevo, aquellas tarjetas postales, de colores increíbles que muestran una rosa sobre la que tiembla una gota de agua limpia, una paloma en vuelo,. un rostro de mujer que sueña.

Porque es sábado y frutas y azúcares van por el aire, están en el suelo duermen en barriles. Y porque otra vez niño de nuevo, apenas comienzo a entender otras cosas distintas al cuaderno de aritmética y al libro de Mantilla en que aún riada entre la tempestad, el caballo que aún queda. El de Voltamad un héroe de entonces, que huele a libro nuevo y a lápiz recién tajado.

Ovidio Rincón Peláez

 

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